Para Ojos de Gata este regalo. Espero que te guste...
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Llegué al hotel casi sin respiración. Tenía el tiempo justo para prepararme para la cena. En Alemania se sirve temprano y ya los días, en el mes de mayo, eran largos. Y eso me gustaba porque se podría disfrutar de más luz solar.
Cuando llegué al comedor Jörg me esperaba. Se levantó y muy caballerosamente, hizo la silla para atrás para ayudarme a sentar. Aunque era muy independiente y segura de lo que quería, el halago masculino me volvía loca y por ahí, podrían captar mi atención. Detestaba la poca educación de las personas y en eso era muy machista. ¡Quién lo diría! Porque mi aspecto, bastante juvenil, era la careta que me ponía ante la verdadera Casandra. Pero el varón inteligente si sabía cómo descubrirme, si era hábil para abrir las puertas de mi coraza, conocería a la verdadera mujer. Sin embargo, no sólo los halagos me podían conquistar, ¡Qué va! era más profunda; pero no quiero, de momento, dar más pistas. Y muy pocos hombres habían llegado hasta la esencia mía, tengo que reconocer que era demasiado exigente. Además, a la única persona sobre la tierra que jamás traicionaría era a mí misma.
Después de la breve exposición en mi cabeza, me entretuve en observar con más detenimiento a mi acompañante. Era mayor que yo, quizás cinco o seis años, sin embargo me atraía. Pude percibir que Jörg era un hombre centrado y muy seguro de sí mismo. Ese detalle lo hacía más atractivo a mis ojos porque, prácticamente, había conocido a pocos hombres con la cabeza amueblada y porque me gustaban los retos.
—Gracias Jörg por tu amabilidad. Te hablaré despacio en castellano para que puedas entenderme.
—Tu ser amable Casandra —me dijo con una sonrisa limpia.
De pronto, entró en el comedor Alejandro con aire de despistado; pero enseguida nos vio. De la sorpresa que se llevó, tropezó con una silla que casi lo hace caerse al suelo. Cuando se hubo recuperado, sus gafas se le habían movido y tuvo que colocar, con precisión, las varillas detrás de las orejas. El color de su cara cambió del blanco al rojo. Se había ruborizado. Aquella situación me pareció graciosa y esbocé una sonrisa casi imperceptible.
De lejos nos saludó y se sentó cerca de nosotros, en la mesa de al lado. ¡Qué gracia! Pero es que, a veces, el comportamiento masculino me sacaba de mis casillas.
Jörg y yo seguimos disfrutando de la cena y de nuestra compañía. El alemán me pareció un hombre muy inteligente y muy bien preparado. Aunque venía en representación de la Universidad Libre de Berlín, Freie Universität Berlín, porque por las tardes impartía clases de Derecho Penal; por las mañanas ejercía de abogado penalista y estaba reconocido como uno de los mejores en Berlín. De seguro que del colega aprendería mucho.
—Así que tu tema de las conferencias es el tráfico de órganos. Cuando leí el programa que nos enviaron los coordinadores del congreso, me pregunté y me interesé, precisamente, por este tema. Cuéntame.
Después de un breve espacio de tiempo para que Jörg asimilara y entendiera lo que le había dicho, me contestó.
—Casandra, hablar homicidio o asesinato, fácil; hablar salud pública, fácil; hablar robo, fácil; pero hablar tráfico órganos, difícil.
Tenía que enseñarle a emplear las preposiciones para que la frase fuera más fluida, pero el hombre hacía su esfuerzo y eso era importante.
—Entiendo Jörg. Y… ¿Qué piensas de la violencia de género? ¿De la violencia sobre la mujer?
—¡Uf! Tema difícil, Casandra.
—¿Por qué? —quise saber.
—Para mí la mujer merece todo respeto —dijo la frase toda seguida como si se la hubiera aprendido de memoria para captar mi atención.
Entonces, nos miramos a los ojos y comprobé que era sincero porque no desvió su mirada de la mía ni un instante.
El ruido que hizo el tenedor al caer al suelo fue el que me sacó del ensimismamiento y de la penetrante mirada del alemán. A Alejandro, que por lo visto, era testigo presente de lo que estaba aconteciendo, en un momento de despiste se le había deslizado el cubierto. Observé la escena y comprobé que el juez intentó disimular, pero a una mujer no se le escapan esos detalles. Sin hacer caso seguí conversando con el colega alemán.
Terminamos la cena y entonces fue cuando me di cuenta de que Alejandro se había ido. Jörg y yo decidimos prolongar la velada con una copa en el bar del hotel. Mientras buscábamos una mesa, fue cuando, nuevamente, vi al juez sentado en una banqueta de la barra. Había pedido un güisqui y su mirada se perdía en él.
Nosotros hicimos lo mismo y pedimos, igualmente, dos güisquis con hielo. Noté raro a Alejandro. Y no lo entendía. Muchas veces las rarezas de Alejandro me sacaban de quicio, pero en ese momento, no tenía ganas de pensar mucho porque estaba acompañada por un colega del cual estaba aprendiendo y enriqueciéndome.
A los cinco minutos escasos, Alejandro se levantó y cuando pasó por nuestro lado con intención de irse, se paró y nos saludó. Jörg, con una educación exquisita, lo invitó a que nos acompañara. Y el juez, ante mi sorpresa, accedió. Era lo más natural entre compañeros de congreso, aunque noté que Alejandro estaba nervioso.
Fue el alemán el que rompió el hielo.
—¿Eres juez? Interesante…
—Sí y no sabes la cantidad de casos que te…te…
Comenzó a tartamudear. Le eché la culpa al güisqui.
—Verdad —prosiguió Jörg, porque se estaba dando cuenta del tropiezo de Alejandro—. ¿Dónde trabajar?
Alejandro lo miró directamente a los ojos. Con aquella mirada parecía que quería matar al colega alemán. Entonces entré en escena.
—Señores, me voy a dormir. Mañana me espera una jornada muy dura. Ustedes, si quieren, pueden seguir charlando.
Me levanté y con un gesto de cabeza, me despedí de ambos. La situación se estaba desmadrando y no quería ser la causa de alguna disputa por celos; primero porque yo realmente no había provocado ofuscación y segundo porque, entre Alejandro y yo, no existía nada porque él no se había decidido a haberlo.
……
Y esto ocurre en Frankfurt….
Terminamos de desayunar y nos desplazamos hasta el edificio dónde se ubicaba el anatómico forense y también dónde había quedado con Manfred, el joven inspector de la Comisaría en Colonia. Entonces, recibí la llamada de Jörg y le dije que íbamos de camino al anatómico, “Bien, verte allí”.
Los tres llegamos al mismo tiempo al edificio sombrío. Alejandro y Jörg se saludaron cordialmente. El colega berlinés le ofreció toda la ayuda que necesitara. Ese gesto me gustó porque siempre es reconfortante, cuando estás en un país extranjero, poder contar con apoyo incondicional.
Entramos y ya nos estaba esperando el joven inspector. En el idioma alemán estuvieron hablando y saqué la conclusión de que Alejandro debía ver el cuerpo de la desafortunada joven para verificar si realmente se trataba de Sofía.
Los acompañé hasta la sala. Era grande y fría. O quizás como se trataba del depósito de cadáveres aparecidos en circunstancias extrañas, el aire que se respiraba estaba enrarecido. Allí nos esperaba el médico forense. Y por un momento me acordé de mi amigo el forense canario, Pepe Santana.
Cogí de la mano a Alejandro para que sintiera el calor de mi amistad cuando tuvimos que ir hasta dónde, supuestamente, estaba el cadáver de la joven. El médico abrió la nevera y sacó la bandeja que portaba el cuerpo, debidamente tapado con una sábana blanca. En ese momento, el juez me apretó la mano con fuerza y entonces de golpe, la soltó. Movió la cabeza indicando que no se trataba de su sobrina. Jörg, que se encontraba a su lado, preguntó nuevamente a Alejandro si estaba seguro de que no era ella. Y el juez le confirmó que no.
Miré al cuerpo de la pobre muchacha. Era muy joven y bonita. Aunque su rostro reflejaba dolor. Las cuencas de sus ojos aparecían rellenas de algodón y en el tórax pude apreciar un gran corte, entre ambas mamas, que iba desde la base de la garganta hasta el ombligo.
Salimos de la sala, Alejandro, Jörg, el joven policía y yo. Y la curiosidad hizo que le preguntara al colega berlinés de qué había muerto la muchacha.
—Casandra, ser víctima de tráfico órganos —me dijo Jörg.
—¿Víctima de tráfico de órganos? —pregunté asombrada— no entiendo.
—Casandra —me dijo el juez— lo que Jörg quiere decir es que a la joven le han sustraído sus órganos vitales para el tráfico. Por lo visto llevaba desaparecida una semana, era extranjera, para más señas rumana.
—¿Rumana? ¿Y qué tenía en común la infortunada joven con tu sobrina?
—Bueno, físicamente se parecen porque las dos son rubias. Además, cómo tú bien sabes, es deber de la policía descartar esa posibilidad —dijo Alejandro.
Pensé por unos breves segundos. Vi al joven inspector hablar con Jörg y me acordé que el tema de las ponencias que impartió el colega berlinés en el Congreso, eran del tráfico de órganos.
—Alejandro, ¿Y qué órganos vitales le han sustraído?
—Pues además de los ojos, el corazón, los riñones y el hígado.
Me estremecí. Y pensé que esos órganos salvarían la vida, por lo menos de cuatro personas. Que pagarían por ellos cantidades desorbitadas, que estarían muy bien cotizados en el mercado negro. Además, la víctima era la perfecta e ideal: una joven sana y extranjera, que seguro nadie la echaría de menos.
Cuando hubo terminado de hablar con el inspector de policía, Jörg se nos acercó. Lo encontré preocupado y le pregunté lo que él pensaba sobre lo que había ocurrido.
—¿Qué piensas de todo esto Jörg?
—Yo ser cauto, Casandra. Pero chica rumana ser mala suerte.
Eché una sutil sonrisa porque el colega alemán, aunque hacía lo imposible por hablar correctamente el castellano, tenía sus fallos.
—Lo sé Jörg y espero que Sofía tenga más suerte. Además, sólo de pensar en el negocio sucio del tráfico de órganos, me enfermo.
El alemán después de un breve espacio de tiempo para traducir sobre la marcha lo que le había dicho, me dijo.
—Tú estar tranquila. Yo hablar con policía y decir que cuando saber algo, decirlo.
Después del incidente desagradable le dije a Alejandro que comprásemos un ejemplar del Código Penal Alemán, Strafgesetzbuch y de la Constitución Alemana, Grundgesetz. Nos acercamos a una librería y los adquirimos. Con la ley en la mano regresamos al hotel. Ya estábamos en condiciones de saber a qué atenernos en Alemania. Jörg estaba con nosotros. Fuimos hasta el bar cafetería y pedimos tres cervezas, todavía era temprano para ir a almorzar. Mientras nos traían las bebidas, pusimos encima de la mesa la Constitución Alemana y los Códigos Penales de ambos países: España y Alemania. Le pregunté a Jörg, experto en el delito de lesiones, dónde se tipificaba en el Código Penal Alemán el tráfico de órganos.
El colega berlinés abrió el código buscando los hechos punibles contra la integridad corporal. Observé que fue directo a los artículos dónde se recogían textualmente la Lesión corporal peligrosa y la Lesión corporal grave. Con un gesto educado, intentó traducir para mí, los citados artículos. Sin embargo, Alejandro quiso ayudarlo y fue quién hizo los honores.
Después de escuchar atenta lo que se tipificaba en Alemania, cogí el Código Penal Español y fui directa al Título III, De las Lesiones, del Libro II. Busqué el artículo homólogo al artículo alemán. Las penas en ambos países se parecían. Por eso de que el código español era hijo del alemán. De todas maneras, la sustracción de órganos no estaba tipificada como delito propiamente dicho.
El camarero llegó portando las cervezas de medio litro. En Colonia había tenido la oportunidad de probar la Kölsch, originaria de esta zona y que sólo se fabrica allí, y tengo que reconocer que los alemanes son unos maestros en el arte del fermento de los granos de cebada con otros cereales.
Le di un sorbo a la bebida y pensé en la infortunada joven que había visto muerta en el depósito de cadáveres.
—¿Qué piensas Casandra? —me preguntó Alejandro, percatándose de mi ausencia.
—Alejandro pensaba en la joven rumana. Una muchacha con una vida por delante y que se ve truncada por un o unos depredadores, ladrones de órganos.
—Bitte —dijo Jörg— no entender, hablar rápido.
—Perdón —dije—, hablamos de la muchacha rumana.
—Rumana, bonita y joven. Sola y perfecto blanco de…Wie sie sagen?
—Te entendemos Jörg —señaló Alejandro—. Y ahora me preocupa que a Sofía le ocurra lo mismo.
—¿Por qué? Debes pensar que es una travesura —le dije.
—Ya sé Casandra, pero han pasado varios días y todavía no tengo noticias. Cuánto más tiempo pasa peor…
—Y ahora que estamos hablando del tráfico de órganos, Jörg —dije dirigiéndome al alemán— los que les sustrajeron a la joven, ¿cuántas vidas podrán salvar?
—No saber exacto, depende.
—¿Depende de que esos órganos sean para una o varias personas? —pregunté.
—Efectivamente Casandra —confirmó Alejandro. El negocio del tráfico de órganos resulta cada vez más fácil. Internet es la ventana más rápida de conseguir un órgano rápidamente.
—Verdad Alejandro —intervino Jörg—. Depredadores llamarse en la web, broker.
—Y a través de sus páginas, sin cortapisas, reconocen y organizan los viajes para realizar estas operaciones en el extranjero. Los intermediarios cuentan con tentáculos por todo el mundo. Su existencia no es más que un secreto a voces. Se encuentran en cafés, escuelas, centros sociales,… Y estoy seguro que a esta joven, perfil perfecto, la engatusaron en alguno de estos sitios.
—Pero… ¿aquí en Alemania? —pregunté.
—Sí, Casandra. Aquí en Alemania, unos de los países dónde viven los nuevos ricos, es la cuna perfecta. Además, al estar ubicado en el centro de Europa, atrae a las personas de los pueblos más pobres.
Se me acabó la cerveza y levanté la mano para que el camarero viniera.
—Noch eins, bitte!
Necesitaba beber para pensar. Sí, a veces, cuando tenía un par de copas encima, podía divisar mejor el horizonte. Era una incongruencia, sin embargo, a mí me ocurría así. Cuando la tuve a mi vera, la levante y dije.
—Prost!
— Prost! —me contestaron mis dos acompañantes.
…..
Y nada más…que si no la inserto entera…
Un abrazo, Elena