lunes, 4 de febrero de 2008

UN REMANSO DE PAZ

De camino a la playa, María vislumbró en el horizonte los primeros rayos multicolores amarillentos, rojizos y anaranjados del sol; indicaban que pronto amanecería. Ya en la playa, a esa hora tan temprana de la mañana, pudo respirar el suave olor a mar, una mezcla de brisa fresca y la palpable soledad. En ese preciso instante, hizo una pausa en su tradicional ejercicio mañanero, se sentó cerca de la orilla del agua, para contemplar una vez más ese espectacular paisaje. Logró divisar al fondo, muy difuminada, la silueta del Teide, que se levantaba erguido, majestuoso, elegante, dando sombra a la montaña de Gáldar. Fijando su vista en otro extremo de la playa, alcanzó a contemplar pequeñas barquichuelas varadas, esperando ser utilizadas por sus propietarios pescadores. Pasaban los minutos y, poco a poco, los rayos cobraban más intensidad y mostraban un cielo azul libre de nubes, preludio de un día veraniego. Bebió con mucha parsimonia, un buche de refrescante agua, y prosiguió observando cada rincón de su playa sin perder detalle. Cerca de ella, se percató del picoteo de las gaviotas, que querían atrapar algún tesoro que llevarse al pico. El sol terminó de salir de su escondite, entonces su luz se hizo más resplandeciente, más intensa, tanto que la hizo pestañear; se incorporó y acto seguido, continuó con su caminata, tras la ligera pausa oxigenadora.
Mediodía y el rey sol lucía todo su esplendor. Ataviada con ligera ropa playera, sandalias de color rosa y gafas de sol, María llegó a la playa. Quería disfrutar de su tiempo de ocio. Al llegar a su sitio preferido, se quitó la ropa, sacó la toalla decorada con un gracioso estampado floral, la estiró con sumo cuidado, y se tumbó boca abajo, cogió el último libro que le habían regalado y se dispuso a leer. A esa hora, muy pocas personas se encontraban gozando de un día playero. Normalmente, los nativos del lugar solían llegar más tarde, después de su jornada laboral, salvo que estuviesen de vacaciones; ése era el caso de ella, se encontraba de vacaciones y le encantaba deleitarse en la tranquilidad, escuchando de fondo el sereno sonido del movimiento de las olas del mar. Por el paseo que bordeaba la playa de un extremo a otro, descubrió algunos turistas caminando en pantalón corto, con gafas de sol y sombrero de paja; otros sentados en las mesas de las cafeterías de la avenida bebiendo y degustando los platos típicos de la tierra. A escasos metros de ella, el hamaquero se dispuso a colocar, en perfecto orden, todas las hamacas y sus correspondientes sombrillas. Poco a poco, se iban ocupando por los tranquilos extranjeros que visitaban la Isla. María, cansada de estar boca abajo, se dio la vuelta, y sentada, examinó cómo sus pies se hundían en la fina arena, todavía tibia a esa hora del día. Se percató de su inmaculada limpieza, pero pensó “seguro que al terminar el día estaría cubierta por una ligera capa de colillas de cigarro”. Levantó la cabeza, observó delante de ella al mar, tranquilo, sereno, apacible, se entretuvo en el ir y venir de las suaves olas; aquel movimiento parecía una invitación a darse un ligero pero refrescante chapuzón en sus aguas azules y cristalinas; no se lo pensó dos veces, hacía calor y le apetecía. Ya de vuelta a su sitio, muy cerca de ella, se había instalado una familia al completo. No faltaba ningún miembro: el padre, la madre, dos niños pequeños y, por supuesto, los abuelos. El hijo mayor era el varón; tenía aproximadamente unos 8 años, vestía un divertido bañador de color rojo; nada más llegar, sacó de su mochila un cubo y una pala. Luego se acercó a la orilla, se sentó en donde todavía estaba la arena mojada, pero a la que ya no llegaba el agua, y comenzó a modelar un castillo. Mientras, su hermana, de unos 6 años, lucía un alegre bikini verde, gorro en la cabeza y unas simpáticas gafas blancas. Ella lo que más deseaba era darse un remojón. Su atenta madre, al advertir sus intenciones, la tomó de la mano y se la llevó al agua. El padre se acercó a su hijo para ayudarle en la ardua tarea de construcción. Los abuelos observaban cómo sus nietos disfrutaban de un día en la playa. Contemplando esta estampa, María se dio cuenta de que el tiempo había pasado rápido, se tenía que marchar, pero antes de volver a casa, quiso darse el último remojón.
Estaba anocheciendo cuando María llegó con tiempo de sobra al sitio donde había quedado con sus amigas, para luego, ir a la tradicional salida de los sábados noche. No hacía frío, era la típica tarde-noche de verano; soplaba una suave brisa marina, que acariciaba sus desnudos hombros; vestía un insinuante y coqueto vestido en gasa negra, con atractivo escote, que dejaba al descubierto su espalda. Poseía una espléndida figura, la cuál se dejaba traslucir por las trasparencias; lucía sobre sus hombros una larga y cuidada melena morena, acompañada, sobre su aniñado rostro, por un ligero maquillaje en tonos rosas y un envidiable moreno en tono dorado suave sobre su piel tersa. Mientras esperaba a los pies de la escultura de Alfredo Kraus, no dejaba de observar todo lo que a su alrededor sucedía. Primero clavó sus verdes ojos en la imagen esculpida en bronce del tenor; se levantaba inmóvil, inerte, mirando el atlántico; el famoso paseo, bordeaba los pies del majestuoso Auditorio, dándole realce. Prestó atención a una pareja de novios que se encontraba sentada en el borde del muro, estaban mirando hacia el horizonte, porque anochecía, y la verdad, era un espectáculo digno de ver. El sol, poco a poco, se escondía, los rayos antes brillantes perdían su intensidad y cambiaban de color; ya no eran amarillos o naranjas; se tornaron verdes mezclados con azules. Entonces, la luz solar se apagó; las farolas se encendieron iluminando todo el paseo; en ese mismo instante, llegaron sus amigas y se dispusieron a disfrutar de una tranquila cena.

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